Cada vez más, la presión de inversores y de la sociedad en general están obligando a que las empresas incorporen criterios de sostenibilidad en sus estrategias de negocio -aspectos medioambientales, sociales y de gobierno corporativo, conocidos como ESG por sus siglas en inglés-, dada la repercusión que ello tiene sobre sus ingresos y mayores opciones para obtener financiación de los mercados.

Las regulaciones, en gran medida impulsadas desde la Unión Europea, avanzan a pasos agigantados en la búsqueda de mayor transparencia y del incremento de la capacidad de los inversores para comparar la contribución de las diferentes empresas a la sociedad y el entorno natural, ampliando el concepto de sustentabilidad más allá de la rentabilidad económica y la creación de valor para el cliente.

La pandemia ha puesto el pie en el acelerador sobre este tema. De hecho, según se desprende de la sexta edición del informe Global Institutional Investors Survey 2021 de EY, el 74 % de los inversores entrevistados se muestra ahora dispuesto a desinvertir en empresas con un desempeño deficiente en aspectos ESG.

No en balde, para finales de 2021 alrededor de 30 trillones de dólares, un tercio de los activos gestionados profesionalmente a nivel mundial, estaban sujetos al cumplimiento y seguimiento de criterios ESG.[1]

Desde esta óptica resulta fácil entender que se estén tomando medidas para comprobar si las empresas son capaces de cumplir con sus objetivos ESG al mismo tiempo que se promueve la mejora de la calidad de la información que aportan.

Para ello, más allá de la rentabilidad, en la toma de decisiones de inversión también se toma en cuenta cómo operan las empresas y reportan su desempeño, además de otros factores de carácter organizativo como la alineación de la cultura corporativa con los objetivos ESG; el desarrollo de KPIs adaptados a la actividad; la existencia de una dirección de sostenibilidad reportando directamente a los más altos niveles de la empresa; y la verificación por terceras partes de la información no financiera, entre otros.

En esta misma línea, existen diversos ratings que miden la exposición de las compañías, en el largo plazo, a riesgos medioambientales, sociales y de governance, debido a sus implicaciones financieras, y que incluyen, entre otros, las amenazas del cambio climático –tanto los riesgos físicos como las implicaciones de la transición hacia una economía Net Zero-, riesgos asociados a la gestión del cambio dentro de la propia organización y sus procesos de producción, la seguridad de los trabajadores, impactos reputacionales, cumplimiento de la normativa, así como riesgos operativos y relacionados con variaciones significativas en los mercados.

En este contexto, las empresas están comenzando a entender la necesidad de desarrollar e implantar una estrategia ESG, alineada con el negocio, transversal a toda la organización y respaldada por sus órganos de dirección, como una oportunidad más que como un gasto, ya no solo por el impacto positivo sobre su reputación, sino también para la mejora de su rentabilidad a medio y largo plazo.

Una gestión eficiente de estos aspectos puede traducirse en oportunidades para la innovación, la captación de nuevos segmentos de clientes, mayores eficiencias, reducción de costos al racionalizar los consumos y el desperdicio, disminución de riesgos a través de la adaptación a la regulación y el seguimiento activo de todos los aspectos materiales para la empresa.

[1] El Español. Sección Opinión “El mantra del ESG, una prioridad para las empresas”, 24/12/2021

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